Desde que al señor presidente se le ocurrió la bonita idea de rebajarle el sueldo a los funcionarios, me siento como el enemigo público nº 1. Primero fue un compañero de clase de inglés con el que me llevo bastante bien y con el que suelo volver a casa porque cogemos el mismo metro. No sé muy bien cómo, acabamos hablando de la huelga de funcionarios. La cosa se calentó y al final me acabó diciendo que se alegraba de que nos bajaran el sueldo, que su empresa había trabajado para el sector público y que se había topado con muchos funcionarios que no daban palo al agua. Por mucho que yo le dijera que no todos los funcionarios somos así, le dio absolutamente igual. Creo que al final llegó un momento en el que todo el vagón del metro nos miraba.
Ayer me pasó lo mismo con la peluquera. Me dieron ganas de levantarme con el pelo lleno de champú y largarme de allí… Recurrió a argumentos tan absurdos como: «A mí no me importaría que me bajaran el sueldo si tuviera los privilegios que tenéis vosotros…». Pero señora, ¿qué me está contando? Primero, no tenemos tantísimos privilegios como la gente cree. Segundo, para conseguir esos «privilegios» me tiré un año y medio encerrada en mi casa estudiando. Pero eso a la gente le da lo mismo. La gente no valora el esfuerzo que has tenido que hacer para llegar ahí, sólo ven que tienes moscosos y un puesto fijo.
¿Acaso tengo que pedirle perdón al mundo por haber aprobado una oposición? ¿Tengo que flagelarme todas las noches por tener un puesto fijo?